PARTICIPACIÓN
Participar es tomar
parte ya sea en una fiesta, conversación, negocio, “evento” -
como hoy se dice, las palabras tienen su momento de gloria que da
pena-, “figuración” acaso de una historia que fue o quizás
incluso con el voto en la historia que hacemos todavía.... Sea lo
que fuere aquello en que se toma parte siempre participamos con
otros en la vida misma. Participar es convivir. Solo la muerte no se
comparte, cada quien tiene la suya. Pero sí el duelo, compañero.
Participar de algo con
otros supone ya formar parte de una comunidad: los que no tienen
nada en común con nosotros, no cuentan. Eliminados en principio
y por principio, los que no son de la “pirroquia” como “el
pobre Simón” tampoco participan en su liturgia como la “tía
Eustoquia” que sí lo era.
La participación
ciudadana supone que todos somos ciudadanos ni más ni menos que el
portero de casa o el alcalde de la ciudad. Y que en un régimen
democrático todos formamos parte del pueblo cuya es la soberanía.
Pero del dicho al hecho, aunque lo diga la Constitución, hay un
gran trecho. Una distancia que, lejos de acortarse, parece aumentar
cuando algunos servidores públicos requieren la participación de
los ciudadanos en el trabajo que les concierne. Si conocieran mejor
su oficio estarían a mandar como hace una servidora atenta que sabe
lo que quiere su señora, no la engaña y menos aún le pide que le
ayude en el servicio. La participación ciudadana bien entendida
significa que cada uno esté en su lugar: que unos - es decir, todos
- contribuyan a sufragar los gastos y controlen la marcha de la cosa
pública. Y los otros, los que están en la Administración, estén
al servicio del pueblo. Aquellos de pie, y estos si es preciso de
rodillas.
La participación
ciudadana no consiste en entrar en escena, que para eso están los
representantes elegidos por el pueblo. Consiste de suyo en asistir,
seguir y juzgar la representación. Los voluntarios, espontáneos o
llamados por los actores de oficio no entran en el reparto ni
tienen papel alguno en la función pública. En cambio los políticos
de oficio - es decir, en servicio público - con papel asignado en
la representación, no dejan de ser por ello ciudadanos y harían
bien si de vez en cuando se comportaran como tales en la calle: no
para eludir responsabilidades sino para ser más responsables y
exigirse lo que los ciudadanos exigen. Que no se oye bien desde el
balcón - y menos desde el sillón- el rumor del pueblo que corre
por las calles sino el aplauso acaso desde abajo al personaje. Y
más el ruido que la palabra. Por eso un alcalde está en su lugar
también cuando está en la calle como ciudadano. Pero está sobre
todo en su lugar cuando sirve al pueblo como alcalde. Lo que vale,
por supuesto, para todos los servidores públicos, desde el último
mono hasta el presidente del del Gobierno.
Llamar a la
participación desde arriba es lo mismo que tender puentes
levadizos desde una orilla sin acercarse a la otra. Todo lo que se
haga en este sentido desde las instituciones, como crear una cátedra
de participación ciudadana, es por lo menos ambiguo : ¿Qué es
lo que se pretende? ¿enseñar a participar “oficiosamente”?
¿hacerse con una clac pagada con dinero de todos los ciudadanos?,
¿meter mano a los vecinos o echarles una mano? La participación
deseada es obviamente la participación de la sociedad que cuenta en
sociedad - no la de todo el pueblo salvo emergencia, que no es el
caso - para colaborar en la gestión ordinaria y el desarrollo de
los programas del partido que gobierna. De ahí que no se haga
apenas esfuerzo para acercarse desde la función pública a la
gente sencilla y más numerosa. Al contrario, la burocracia es tal
que se necesitan expertos para cualquier trámite. Y para eso,en vez
de ayudar desde dentro y facilitar el acceso, se recurre a los
intermediarios. Se llama a los más influyentes y allegados, a los
prosélitos de la puerta que frecuentan las instituciones, y se les
invita a entrar para enseñarles a participar; es decir, se les
prepara para que enseñen a su vez lo que es bueno para el servicio.
Y para eso, si es preciso, se les enseña hasta latín, que es el
argot de los representantes elegidos por el pueblo que ofician no
obstante a sus espaldas. Estos intermediarios aprenden a leer la
letra pequeña, las cláusulas, los reglamentos, a llenar los
formularios, a seguir el protocolo: el rito de una liturgia en la
que el pueblo soberano solo tiene que decir amén y ponerse en fila
para comulgar con los ojos cerrados y la boca abierta. Sin enterarse
de nada.
Si hubiera más
transparencia y más atención a los ciudadanos, no haría falta
enseñar a participar. Pero el poder delegado, aunque proceda del
pueblo, también se esconde. Y el servicio público se hace servir.
José Bada
27-5-2016
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