EL MURO Y LOS PREJUICIOS
A los pocos días de caer el muro de Berlín, pasé por allí
con mi esposa y me traje un trozo arrancado de él con la ayuda de un
mazo y un cortafríos que alquilaban a los turistas. He perdido a mi
esposa mientras tanto, pero conservo vivo su recuerdo. Lo que no
encuentro ya , aunque estoy seguro de tenerlo en algún sitio
escondido es aquella reliquia del muro. No importa . En este caso lo
preocupante no es el olvido. Ni ayuda mucho la memoria de lo que fue
para evitar otros muros semejantes que puedan ser todavía. Derribar
un muro y abrir una puerta, convertir ésta en arco de triunfo para
celebrar el paso de los caminantes no lo es todo. Pero además
aquello es ya un símbolo devaluado, un monumento para turistas que
están de vuelta de todo lo que hay que ver. En este mundo en el que
el dinero no tiene fronteras y la información apenas, en el que
uno va donde quiere sin que nada lo impida, lo que obstaculiza la
convivencia pacífica ya no son aquellos muros. Sino otros
invisibles : los prejuicios de la mente y los motivos del corazón
que la razón no comprende. Son las prevenciones de entrada contra
los otros que no son obviamente como nosotros. Es la hostilidad
incompatible con la hospitalidad. Una mente despejada sin
prejuicios y un corazón abierto serían la gracia y la gloria para
todos y todas. Destruido el muro tendríamos así un arco de triunfo
espiritual para celebrar el paso, realzar el camino, concitar a los
compañeros y seguir en buena compañía.
Los humanos tenemos siempre los oídos abiertos, y los ojos que
cerramos sólo para dormir salvo raras excepciones. Pero no es lo
mismo oír que escuchar, ni ver que mirar. No podemos evitar oír lo
que no queremos escuchar, ni ver lo que no queremos mirar. Pero
podemos oír como quien oye llover, y ver sin mirar. Y es lo que
hacemos normalmente cuando nos conviene o eso parece. Prevenidos y
escarmentados, nos protegemos y defendemos de las impertinencias y
de los impertinentes con los prejuicios.
Vivimos en un mundo en el que los prejuicios de acá y de allá, de
unos y otros, hacen imposible la convivencia y la paz entre todos
nosotros. Somos diferentes, pero lo malo no es eso sino que las
diferencias sean incompatibles. Que sean muy suyas; es decir, muy
nuestras en cada caso y solo por eso incuestionables. No abiertas
ni complementarias, sino cerradas sin duda alguna. Como una
afirmación que se repite o , mejor, que no cambia ni discurre:
como el tronco que lleva el río, siempre el mismo -idéntico- y no
como el río que cambia el curso hasta llegar al mar. Como una
afirmación consolidada, bala embalada o piedra de tropezar en el
camino. Esa firmeza fatal, ese fanatismo, es fe en la fe sin duda
alguna. Y por tanto la corrupción de la fe en Dios, que no
comprendemos, y por supuesto en los hombres en quienes no confiamos.
Entre el que no cree absolutamente en nada y el que cree
absolutamente en su fe, no hay diferencia cualitativa. Ninguno de los
dos cree en Dios, ni en las personas. No se fía ni confía. Por eso
necesita creer sin escuchar. Y para eso le basta y sobra cualquier
fe.
En un mundo de fanáticos la paz y la convivencia entre todos es
imposible. Lo malo de un mundo tan poblado y de un espacio limitado
en el que todos y todo se mueve a gran velocidad, es entonces que las
fricciones y los conflictos aumentan sin remedio. Ya no hay tierra
suficiente para separar a tanto enemigo. Los prejuicios individuales
o compartidos: las identidades fanáticas y las ideologías
partidistas se afirman obstinadamente contra los otros. Sin que el
diálogo sea posible, ni evitables el grito y la barbarie.
Esta prevención contra los otros y la desconfianza con los
extraños, este sistema defensivo o esa defensa por sistema, nos
encierra y yuxtapone los unos a los otros como objetos. Pasamos
de los otros sin parar ni reparar en ellos y vamos por el mundo con
la casa encima pero mucho más deprisa que los caracoles. En modo
alguno abiertos, sino encerrados por cercos y muros invisibles. Cayó
el muro de Berlín. Pero cuando caen los muros y las fronteras,
lejos de reunirnos en la plaza o desplazarnos juntos compartiendo el
camino y la vianda - no menos que la vida y la palabra - , vemos que
no nos vemos o miramos y por supuesto -si oímos aún- lo que no
hacemos es escucharnos los unos a los otros.
Así no vamos a un mundo mejor. Nos movemos, eso sí. Y al
movernos sin encontrarnos -sin mediar palabra- aumentan los
accidentes de tráfico. La alternativa no es suprimir las
diferencias, sino tenerlas en cuenta haciendo que los contrarios
sean complementarios. La tolerancia bien entendida es eso, y el
diálogo lo mismo. Todo se puede compartir sin duda alguna entre
caminantes que buscan lo mejor para todos. Todo hasta llegar a la
casa común. Lo que no se puede es es caminar y quedarse cada
quien en la suya o con los suyos; es decir, en su agujero. Que en eso
queda, sin dar un paso, el que pasa de los otros. No se abre.
José Bada
14-11-2019