miércoles, 23 de enero de 2019

DESPEGAR DE LA TIERRA


CONSUMO Y CONCENTRACIÓN URBANA


Ayer estuvo mi hermana en Zaragoza y se llevó a Sástago -donde vive- comida más que suficiente para una semana. Dice que en la ciudad es todo más barato que en el pueblo. Está convencida de lo que dice y actúa en consecuencia. Si es cierto lo que afirma -y eso parece - habrá que decir también que el consumo masivo de alimentos contribuye a la concentración urbana y a la despoblación.

Antes recordaba ella y recuerdo yo que en mi pueblo había un recadero, o recadera. No para traer cebollas o borrajas, sino un reloj despertador por ejemplo o unas agujas para hacer calceta las mujeres por decir algo. Pero no “borraines” que decimos en Favara, ¡por favor!. Que esas, de no tenerlas en el propio huerto estaban a pedir de boca en el del vecino. Y eran todas iguales que las borrajas que se vendían en Zaragoza y , por supuesto, mejores y más baratas que las que se venden hoy todavía aquí y se cultivan allí Dios sabe donde y no quienes las consumimos.

En todos los pueblos de la ribera del Ebro, como puede comprobar cualquiera -a la vista está- no se cultiva hortaliza para casa sino alfalfa para los camellos de Arabia. A cualquiera que baje de Zaragoza hasta la playa por la ribera le apuesto lo que quiera que no ha de ver una sola borraja en la huerta ni hortelano que la cultive. Y si ve un campo de panizo lo mismo.
Seguro que no pensará en las gallinas del corral de su casa – ni se acordará si es que la tuvo de niño en un pueblo- sino acaso en los cerdos....de la granja y en los chinos que los comen. Nada que ver con la matancía casera y el mondongo que se hacía antes en los pueblos y hoy recrean en ellos los figurantes.


Vivimos en un mundo en el que la población humana sobre la Tierra aumenta y se concentra en grandes ciudades. Ya las hay de de cuarenta millones de habitantes, ¿se lo imaginan? Yo tampoco.
A este ritmo pasará con los terrícolas humanos lo que ha pasado
con las ovejas, que ya no se ven pastando en el campo sino encerradas en corrales y parideras. Y con los cerdos, no digamos. Antes en cada casa había uno o dos para el consumo doméstico, hoy hay en una sola granja más de mil para vender al mejor postor. Que no hay pastores sino postores y ganaderos.

Lo que da de sí una explicación de este fenómeno de la urbanización planetaria desde la economía es eso. Pero lo que se gana con ello tiene un precio, y es más lo que se pierde desde otra perspectiva humana. La ciudad nos hace libres, se dijo. Cierto, que en los pueblos nos conocemos todos. Pero la relajación de los vínculos de la comunidad en las ciudades o su transformación en sociedad por el mercado – como ya dijo Max Weber- se paga con un individualismo salvaje y la pérdida de los vecinos que son como si no fueran con los pies en tierra o de otro planeta aunque tengan el cuerpo en la misma planta de la misma casa en que habitamos.

No sólo se ha perdido el contacto con la tierra, el buen ambiente y el aire no contaminado, la comida sana con productos de cercanía, la autonomía que daba vivir del trabajo autónomo , sino también la tradición compartida y los vecinos. Las relaciones personales en suma, desplazadas hoy por los contactos en red que nos enredan y enredamos. Y las fiestas inolvidables de los pueblos que se compartían antes como el pan y la sal de la vida, y hoy se venden como un producto más a los turistas. O como el fuego, que se pedía y se daba antes en los pueblos como la levadura para amasar en casa.

Este despegue o “des-terraje”, esta “des-humanización”: el barro que viene de aquellos polvos, es tan bruta como sucia la concentración de animales en las granjas. Donde se engorda más fácilmente y con menos costes...para el ganadero. Pero lo lamentable no es que mi hermana compre en la ciudad o vengan a vivir a Zaragoza todos los que pueden. Que eso se comprende y es razonable en estos tiempos con esta situación. Lo lamentable es que en Aragón y en todo el mundo -incluso en los pueblos que quedan- se imite el modo de vivir en las ciudades. Que la gente se tumbe en el sofá ante el televisor sin bajar a la calle a sentarse con los vecinos y los padres lleven y traigan en coche a sus hijos de la escuela. Y que la vida -encerrada- vaya sobre ruedas así en los pueblos como en las ciudades. Deprisa o encapsulada como una bala. Sin parar ni reparar en nadie. Y esto, que no comprendo, me lo explico. Y me parece lamentable.


18.1.2019
José Bada


































miércoles, 9 de enero de 2019

VERSO SUELTO


LOS "CHALECOS AMARILLOS"

       El buen pastor que da la vida por sus ovejas sólo existe en el Evangelio, y a ese lo mataron. Lo que hay en este mundo son ganaderos que viven de sus ovejas, y muchas ovejas o cerdos en las granjas donde les dan de comer. Saliendo de la metáfora y con los pies en tierra, lo que vemos en realidad de verdad son, por ejemplo, los "chalecos amarillos"; y pensando en nosotros sin ir más lejos, una imagen aproximada de lo que somos: de la gente en general o del pueblo del que formamos parte. Como ha dicho recientemente uno de tantos participantes de esa movida: “Los franceses no quieren migajas, quieren la baguette  entera”. Y como no se la dan salen a la calle a parar el tráfico pidiendo cada uno lo suyo; eso sí, para hacer más ruido con su tambor o con su bola: para que se note su malestar y lo que le duele. Es este un movimiento sin estructura ni ideología, sin líderes y contra todos los líderes sobre todo de los partidos políticos. Sin pastores y muchas ovejas o cabras, que están cabreados los que se tiran al monte o salen a la calle. No es solidaridad o compasión lo que se lleva. Convocados en las redes sociales, concitados por ellos mismos, se quejan juntos para exigir cada uno lo que piensa o el pienso que necesita . No para acabar con el hambre en el mundo. Sino como los cerdos de una granja que gruñen hasta que cada uno se calma cuando le echa de comer el ganadero. Sin pensar, el muy cerdo, en el hambre de los otros que siguen gruñendo. ¡Sin compasión!

martes, 8 de enero de 2019

EN CAMINO HACIA LA PAZ



LA ESTRELLA QUE NOS GUÍA


El uno de enero ha celebrado la Iglesia la Jornada Mundial de la Paz. El Papa ha publicado su mensaje “urbi et orbi” para la ocasión invocando “la buena política al servicio de la paz”. Desear a todo el mundo aquella paz que está por ver y por venir es lo que toca al comenzar el año. Pero una cosa es el deseo, que no cuesta nada, y otro el esfuerzo para hacer las paces. Aunque sea verdad que hablando se entienden los hombres y que a gritos y a golpes se matan callando.

La buena política se hace en efecto para la paz cuando se habla para entenderse. No para vencer sino para convencer y convencerse. Con el diálogo, que es la palabra cabal o bien nacida: ni tuya ni mía, sino entre los dos como el pan que se comparte en el camino. Y el único medio entre personas a la altura de su dignidad. No el arma, sino el medio en el que nos encontramos. Ni el remedo, que eso es la polémica y la negociación acaso donde se impone a fin de cuentas el más fuerte o el más hábil. Pero un político es bueno en realidad de verdad cuando contribuye con otros haciendo las paces para que llegue la paz. Cuando es capaz de sentarse con todos en la misma mesa y hablar de todo para llegar sobre todo a una paz compartida entre todos sin excluir a nadie. De lo contrario, si todo queda en palabras, el político que las tiene no pasará de ser un tertuliano que se sienta con otros para vivir del cuento. A falta de pan buenas son tortas para los otros; es decir, para el pueblo que las padece mientras los malos políticos se comen el bollo y se chupan los dedos.

Para hacer las paces - que no la Paz, que hay que buscarla siempre - hace falta también una estrategia con los pies en tierra. Abrirse al otro, a los otros, y hacer la historia en vez de contarla o vivir de ella: poner el pasado al servicio del futuro y sacar adelante la experiencia: poner a prueba la esperanza, que trabaje. Paso a paso: con un pie en tierra y otro en el aire. Dejando atrás los errores, de fijo, y probando el sentido de la marcha pisando con determinación. Viviendo en compañía y compartiendo la vianda a la par que el camino que llevamos y nos lleva a la casa de todos nosotros. Celebrando en cada encuentro un anticipo de la Paz, que son las paces ¡Nada más y nada menos! O el camino que va, la paz en carne mortal que se acoge y recoge en la Paz que está por ver y por venir después de todo. Y los otros - el prójimo- un anticipo del Otro si lo hay para todos nosotros pues nunca se sabe. Ya se verá. Y si no, ha valido la pena. Eso pienso y eso creo.

Una política realista tiene que ver con el poder... La realidad es la que es y, para cambiarla, hay que conocerla primero. No vivimos en el mejor de los mundos posibles y la buena política es para mejorarlo. No para lamentar lo que hay ni desear solamente la Paz sin hacer las paces con las manos en la masa. No solo con la mano tendida y el corazón abierto, sino también con el poder legítimo contra la violencia bruta cuando sea necesario. Que el poder no se detiene con palabras. Los buenos políticos no ponen la otra mejilla, como los santos para ir al cielo. Los buenos políticos responden de la paz en la tierra, no solo de su alma, y no pueden permitirse seguir ese consejo cuando está en juego la paz de otros. Dejarían de ser buenos políticos y , en su caso, personas buenas y responsables.

Vivir dentro de un orden es lo menos que se puede . Y por tanto, vivir todos bajo la misma ley. Pero puesta la ley, puesta la trampa. Lo que justifica, contra los tramposos, el poder legítimo que haga valer la ley para la paz. Un orden perfecto, efectivamente justo, es en la práctica imposible dada la condición humana. Con estos mimbres - y no hay otros- no es posible otra cesta que una democracia imperfecta hecha con demócratas más o menos perfectos. Que todos seamos iguales bajo la misma ley, sin excepciones, y que la pague quien sea cuando la hace del rey abajo depende del pueblo soberano; es decir, de todos los ciudadanos en principio y más de los que más pueden. O de la mayoría. Porque en definitiva vivir dentro de un orden establecido depende del poder que lo establece. Pero el poder, de suyo, no tiene límites: hace todo lo que puede hasta que es limitado por otro. Por tanto la mejor democracia, para ser más perfecta, debería ser más igual en el reparto del poder entre los miembros del pueblo soberano. Pero esto sólo es posible en la medida en que aspiremos todos a superar lo menos que podemos pedir: un orden efectivo bajo la misma ley.
Lo más que podemos desear, el colmo, no es vivir bajo la misma ley. Sino por encima de la ley, desde la libertad. Mírese como se mire el amor es la perfección de la justicia, y más allá de la igualdad está por ver y por venir la fraternidad. O la Paz que ya no está en nuestras manos, pero no hay que perder de vista como la estrella que nos guía.


José Bada
3-1-2019